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Channel: Reflexiones de un Aprendiz de Brujo
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Con Arturito no se juega

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Mi madre, como casi todas las madres que había por ahí cuando yo era chico, tenía un plumero. Hoy en día casi no se usan. Debe hacer al menos quince años que no veo un plumero como la gente. Estoy seguro de que mis hijos no tienen ni idea de lo que es un plumero. Bien, ella tenía uno, con un mango de madera rojo, marcado de pequeñas heridas sufridas contra los cantos de los muebles durante su dura labor, y un penacho de plumas grises y descontroladas, enloquecidas como aves bajo una cascada fresca. Lo primero que hacíamos – mis hermanos y yo – al ver el dichoso plumero, era estamparle al otro las plumas en la cara, para disfrutar de su risa instantánea, de su cosquilla intensa, del juego primitivo que acudía al llamado alborotado de las plumas. Si cierro los ojos un instante, todavía puedo sentir claramente su olor a pluma y polvo, un olor intenso y un poco rancio. Puedo sentir el arañar suave de las plumas en mis mejillas, un cosquilleo apenas insinuado por el rozamiento. Puedo sentir un instante de ahogo, una pequeña falta de aire cuando el cono de plumas alcanzaba mi nariz, y puedo sentir la risa naciendo sin pudor desde mi estómago, subiendo en un galope frenético y estallando en mis labios con el sabor inexplicable de la infancia. Y puedo sentir el grito de mi madre, seco, restallando como un látigo contra las paredes de la cocina:

“¡Con el Plumero no se juega!”

El grito era automático, autoritario y potente, y anunciaba una catástrofe. Nos paralizaba. Sabíamos perfectamente que vendría, y aún así nos dejaba en orsai, totalmente indefensos, asustados, con un pánico instantáneo pintado en las pupilas. Era como si hubiésemos tocado el cetro del Rey, la llave de la caja de Pandora, o las botas de Siete Leguas. Mi madre era una madre permisiva, y no solía gritarnos o castigarnos más de lo necesario, sino más bien menos de lo necesario, pero algo inexplicable, oscuro, violento y peligroso le ocurría cuando le tocábamos el plumero. Era como el símbolo de su gobierno del hogar, difuso, alborotado, perdido entre disfraces desparramados en un baúl y frascos de mermelada casera, mezclado con el silencio rasgado por el runrún de un lavarropas vertical de tres aspas, y la mala imitación de una cascada de espuma del fregadero con los platos y vasos de seis personas.

En esa casa, casi todo se podía tocar. Con casi todo se podía jugar, pero en esta vida todo tiene un límite. Podíamos hacer silbar la correa de la perra, revoleándola como una hélice, o jugar con unos palos de escoba cortados  y pintados o con los cojines del sofá. Podíamos saltar y correr dentro de casa. Podíamos atacar los cajones y desparramar la ropa en busca de un disfraz o simplemente una capa para improvisar un Zorro gallardo, valiente e imberbe. Podíamos llenar el suelo de bolitas de colores, y competir a gritos por la japonesa, la lecherita, o el acerito. Podíamos, incluso, jugar con los libros de la biblioteca. Podíamos voltear dos sillones individuales que había para fabricar un quiosco imaginado a la hora de la siesta, y vender desde él golosinas inexistentes con sabor a manos sucias. Podíamos marcar los vidrios de las ventanas con huellas digitales de grasa de pan con manteca y azúcar, y desde el sofá jugar a luchas con la perra, que se apuntaba a todas, ladrando y dejando un rastro inequívoco de goterones de baba. Podíamos gritar, hacer aviones de papel y a veces comer caramelos a deshoras. Podíamos tener secretos, bajar solos a la plaza con la bici o sin ella. Podíamos jugar con dardos verdaderos. Podíamos tener peces, pájaros y reptiles diversos. Podíamos, el mismo día, invitar cada uno a un amigo a dormir, y armar lo que llamábamos “el campamento gitano”, llenado el suelo del living de colchones y bolsas de dormir, y cubriendo las lámparas con telas de colores, para acostarnos todos mezclados, hablando bajito en medio de la noche, y despertar fusionados en una sola montaña de niños somnolientos. Podíamos festejar los cumpleaños en casa. Podíamos pedirle a mi madre que hiciese una montaña de panqueues1, y otra vez invitar amigos, y decorar las paredes con dulce de leche, ensuciar la mesa y hablar a gritos con la boca llena. Podíamos organizar, una vez a la semana, el día del eructo, durante el cual todos los malos modales imaginables estaban permitidos en la mesa familiar, sin consecuencias para el ejecutante. Podíamos pelearnos, y aún puedo sentir la vergüenza cuando, yendo a delatar a alguno de mis hermanos, mi madre me respondía, simulando enfado: “Vos no seas loro.” Podíamos hacer de todo y más. Éramos indómitos, infinitos, juguetones, traviesos y dispersos. Pero el límite estaba ahí, claro, preciso y tajante: con el Plumero no se juega.

Treinta años después, es una preocupación social omnipresente lo poco que los niños respetan los límites. Lo que no solemos preguntarnos es por qué lo que eran cuatro o cinco límites claros y precisos, se transformaron desordenadamente en una lista interminable y en constante crecimiento de reglas difíciles de cumplir hasta para un monje de clausura. ¿Qué nos pasó? Nuestros hogares han dejado de ser espacios para el juego y el disfrute, y se han convertido en un quirófano que hay que mantener en orden. Hay que quitarse los zapatos al entrar, no se puede comer fuera de la mesa, no se tocan los vidrios, no se trae más de un juguete a la vez al salón, cuidado no tires nada que vas a romper la tele, no toques las paredes que se ensucian, no manches el sofá, en casa no se corre, no grites que vas a molestar a los vecinos, no toques nada, por favor, que no, que te digo que no. El ordenador de papá ni lo mires, no se puede usar si yo no estoy, cuidado con la alfombra, no recortes papel que lo pones todo perdido, con plastilina dentro de la casa no. No pintes fuera del papel. No toques ninguno de esos aparatitos con lucecitas que parpadean y brillan, ni abras las cajas de los trescientos mil cedés que hay en la estantería. Quieto ahí, a mirar dibujos. Pero no mucho, que mucha tele tampoco es bueno.

Y para colmo de males, ya no existen los plumeros. En su lugar, nosotros tenemos un aspirador de mano, y un robot de aspiración Roomba, al que llamamos Arturito. Esta maravilla tecnológica patrulla la casa sin descanso, aspirando puliendo y barriendo, con su luz naranja sobre la espalda, y cuando los niños se acercan a él, fascinados por su autonomía y su habilidad para esquivar obstáculos, tengo que ser yo en lugar de mi madre quien grite, con voz autoritaria y seca:

“¡Con Arturito no se juega!”

¿No será que son tantos los límites que es imposible moverse sin traspasar uno?

  1. En Argentina los crepes se llaman “Panqueques”

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