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Enano Cabezón IV: que seis años no es nada

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Tengo miedo del encuentro, con tu inocencia que vuelve a preguntarme por mi vida. Tengo miedo de las noches, que pobladas de fantasmas, amenazan tu soñar. Pero el padre que reflexiona, tarde o temprano, encuentra el valor, mi chiquitín. Una vez más, el otoño me encuentra sentado frente al mapa de bits de mi pantalla, intentando dibujar en él las letras que puedan narrarte lo que siento, lo que pienso y lo que creo. Yo sé, mi amor ―no hace falta que me lo cuentes― que las hojas de tu calendario se caen muy lentamente, a la lentitud exasperante de la infancia. Sé, porque puedo adivinarlo, de tu anhelo secreto de crecer rápido, de ser más grande que tu hermano, de que tu cabeza se aleje del suelo y tus ojos se acerquen a los míos. Pero no estamos acá para hablar de lo que ya sé, mi amor, sino para intentar contarte lo que no sabés de mí. O al menos una parte, porque los grandes, mi amor, estamos repletos de inconfesables secretos inútiles, de alfombras pesadas con la mugre barrida debajo, de mochilas de piedras que, por nada del mundo, estamos dispuestos a soltar.

Y lo que no sabés, mi amor, lo que no lograrías imaginar con tu corazoncito casi nuevo y sin cicatrices, es que las hojas de mi calendario se caen como granitos de arena en un reloj pequeño y mezquino, que la sombra alargada de la cuarentena me espera ahí nomás, a la vuelta de la esquina, en la vieja calle, donde el eco dijo que ser papá duele, y lo repite hasta el cansancio. Y esa sombra va a alcanzarme, mi amor, un año más, lejos de mi tierra, de mis amigos y de mi familia, y recién ahora, una docena de años después, entiendo lo triste que es eso, mi amor. Pero la parte buena es que va a alcanzarme en esta tierra que es tuya y de tu hermano, la que vas a amar como amo yo la mía, la misma que tu amor me regala de tarde en tarde, compartiéndose en tus brazos, en tus ojos que cada día son más grandes, más redondos, más asombrados y más mágicos.

A veces, Cabezón, no sé qué decirte. Es tonto, porque las palabras son mi elemento y los hijos uno de mis motivos principales, pero es tu ternura y tu entrega la que me deja mudo, la que me quita el aire, la que me silencia por la fascinación de intentar escuchar lo que tu corazón cuenta.

Quiero explicarte, chiquitín, que yo me hice hombre en un mundo donde a los hombres nos estaba casi prohibida la ternura. Vos estás creciendo y vas a hacerte hombre en un mundo en el que vas a oír hablar mucho de la lucha y las conquistas de las mujeres ―lucha con la cual, como hombre, comulgo―, pero en el que nadie habla del durísimo camino que eso implica para nosotros, los hombres. La ternura, como te decía, era un tabú, igual que el amor de hombre a hombre, el contacto físico masculino, los abrazos y los besos. Los hombres éramos espectadores de primera fila en la crianza de los hijos, en el gobierno del hogar y en el ejercicio del amor filial.

Y a veces, mi amor, en el mundo las cosas que son cambian mucho más lentamente que las cosas que deberían ser. Así, los papás de mi generación, nos encontramos de la noche a la mañana con que teníamos que ser los hombres nuevos y ejemplares que nadie sabe cómo son. Protectores y proveedores, dulces, cariñosos e implicados, pero nunca machistas ni machos, nunca dominantes, pero todavía héroes: un auténtico macho beta. Fallamos estrepitosamente, mi amor. No por descuido, ni por falta de amor, sino por pura y simple ignorancia.

Pero quiero que entiendas, enano cabezón, que no te digo esto para disculparme por mis errores como padre: fueron cometidos con tanto amor que el simple intento de disculpa sería una falta de respeto.

Te lo cuento porque, a medida que vas creciendo, una de las cosas que más me conmueve de vos es tu inmensa capacidad de ternura: me quita el sueño pensar que mi torpe ejemplo puede, algún día, esconderte el camino tan franco que tenés hacia tu propio corazón. Te lo explico porque puedo adivinar en vos a ese hombre que nadie sabe cómo es, al macho beta que el mundo exige, sin explicar antes cómo debe ser. Te lo digo para confesarte mi admiración por tu talento para el amor, para dejar constancia hoy para mañana de que me maravilla que hayas aprendido lo que no soy capaz de enseñarte, porque lo ignoro completamente.

Me toca ser tu padre, mi amor, y me quita el sueño, me llena de angustia saber que es mi mal ejemplo el que puede, algún día, obligarte a esconder tu ternura, a ser más alfa y menos beta, a proteger de falsos enemigos sentimientos verdaderos. Entonces invoco, de mis pobres recursos, al que mejor manejo: la palabra. Ojalá no fuera necesario decirte todo esto. Sería porque soy capaz de hacer que lo leas en mis actos. Pero yo, mi amor, soy todavía una crisálida. Por suerte la pobreza de mi metamorfosis es suficiente para que sea capaz de darme cuenta, para convocarme a decirte que, entre vos y yo, sos el más maduro, el que está verdaderamente listo para ser hombre en un mundo nuevo, el que posee las claves para ser lo que debería. Necesito decirte que es tu corazón el más sabio, que lo sigas, que cuando dudes entre tu instinto y mi ejemplo elijas con sabiduría y no con respeto.

Necesito decirte, mi amor, entre lágrimas, que seis años no es nada, y además de rendirte mi amor, suplicar por tu paciencia y prometerte que tal vez, solo tal vez, en veinte años más ―la verdadera medida de lo que no es nada― yo sea capaz de aprender lo suficiente de vos.

Y mientras tanto, cabezón, me entrego por completo al parpadeo de tus ojos, que a lo lejos, van marcando mi camino. Bajo el burlón mirar de las estrellas, que con su indiferencia, hoy me ven celebrar tus primeros seis años, tu existencia, tu ternura y tu amor.

 

Feliz cumpleaños.

Te adora, papá.

Barcelona, 16 de Octubre de 2012.

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