I. Vientos
Los ricos, cuando descubren un lugar cualquiera del mundo en el que la naturaleza ha sido especialmente generosa, se apresuran a encerrarlo con un muro rojo de ladrillo a la vista, y le ponen un enorme portón de hierro a control remoto, en el que cuelgan un cartel que dice: “Todo esto es mío”. Inmediatamente después, llaman por teléfono a sus amigos ricos, para darles el dato, para reírse de ellos porque lo descubrieron primero y tienen la mejor ubicación, y para convencerlos de que encierren con otro muro las zonas colindantes, no sea cosa que el vecindario se llene de pobres y la propiedad se devalúe. Después traen a un ejército de pobres, y les mandan construir una piscina olímpica, una casa con diecisiete habitaciones, varias canchas para deportes de pelota y parquizar los jardines. Cuando todo está listo, van seis fines de semana al año, con cuatro miembros de su familia. El resto del tiempo la casa está cerrada, la belleza del paisaje oculta por un muro, y la servidumbre, ociosa, vigila el patrimonio, pero no puede disfrutar de él.
Los pobres, cuando descubrimos un lugar cualquiera del mundo en el que la naturaleza ha sido especialmente generosa, nos sentimos muy felices. Entonces nos acercamos con mucho respeto, plantamos una tienda de campaña, cuidando de no romper nada, y pasamos una semana inolvidable bajo las hojas de los árboles. Al volver a casa, le contamos a nuestros amigos pobres lo que hemos visto, así que volvemos pronto, con unos cuantos pobres más, y plantamos diez tiendas de campaña, y hacemos un fuego y por las noches bailamos danzas tontas, creyendo que son tribales, mientras nos emborrachamos con vino peleón. Al día siguiente jugamos un partido de fútbol con arcos delimitados con dos piedras, y todos gritamos: “¡Alto!” cuando la pelota pasa sobre la cabeza del arquero, imaginando cada uno el travesaño a una altura diferente. Luego limpiamos todo, y cuando nos vamos el lugar está recuperado. Pero al volver a casa, todos los amigos le cuentan a sus amigos pobres, que a su vez tienen más amigos pobres. A los seis meses de descubierto, el lugar es una romería. Por las noches el brillo de las fogatas puede verse cada pocos pasos, y por las mañanas un tendal de basura infame testimonia los excesos de la noche, y los arbustos sufren intentando biodegradar los desechos de látex del amor instantáneo y fugaz de las parejas ocasionales, mientras una nube de moscas marca definitivamente la ubicación improvisada de un nuevo basural. Hasta que viene un municipio, y lo encierra con un muro de cemento y argamasa, y le pone un portón enorme con un cartel que dice: “Prohibido el paso”. Después, le dan la explotación de la zona a una empresa turística – suelen llamarlo “concesión”- y los pobres tenemos que pagar para seguir disfrutando del mismo sitio, con una serie de servicios de valor añadido y una colección de prohibiciones de lo más civilizadas, que ayudan a pagar la piscina olímpica de los ricos.
II. Siembra
Los ricos siembran muros, mansiones y envidias entre sus amigos. Siembran la prohibición y los cimientos que someten a la naturaleza y la transforman en zona residencial. Los ricos siembran la pobreza de los pobres, el sonido de motores de alta cilindrada sobre el pavimento con olor a nuevo y la mordida sincopada de las aspas de las hélices de sus helicópteros privados, evitándoles el atasco ritual de la escapada de fin de semana. Los ricos siembran fábricas en las que trabajan niños pobres, hombres pobres y mujeres pobres, fábricas que vomitan su bazofia sin control, protegidas por un soborno y una contribución generosa para una campaña electoral cualquiera. Los ricos educan a sus hijos en colegios caros, y les enseñan a cuidarse de los pobres, a proteger el patrimonio, a expandir el tesoro y a estar de acuerdo con todas aquéllas ideas que perpetúen su riqueza.
Los pobres sembramos la tierra, respiramos el humo tóxico de las fábricas de los ricos y cultivamos la amistad. Sembramos el germen de disconformidad que rompe las reglas, nos enamoramos estrepitosamente por las calles, nos amamos sin ningún glamour sobre el césped de los parques, y nos desenamoramos a gritos en el salón de casa, al tiempo que hacemos gestos con la mano que significan “no grites tanto, que vas a despertar a los niños”, bajo la escucha atenta de los oídos vecinos, pegados a nuestras paredes de papel. Los pobres sembramos los estadios de abrazos de triunfo y de lágrimas de derrota, nos vaciamos a gritos alentando a los ricos (ex pobres) que juegan sobre un césped más caro que el suelo de nuestras casas de pobre.
Los pobres, entre nosotros, somos horrorosamente amigos. Sembramos la amistad desde chiquitos, nos queremos sin elegancia y cultivamos ese amor por los amigos toda la vida. No podemos confiar en los bancos de los ricos, ni en los ricos que nos gobiernan, ni en la paz armada de los ricos, ni en la nueva política verde de los ricos, que mientras subvenciona vehículos híbridos y multa a los pobres que no reciclan, permite que los ricos emitan gases y trafiquen armas. No podemos confiar en casi nada, pero podemos creer en esa amistad sembrada con tanto amor que dura para siempre, y por eso, lo primero que hacemos los pobres cuando tenemos algo que celebrar, es rodearnos de amigos, beber vino y cerveza de pobres, bailar música de pobres (la música de ricos casi nunca se puede bailar), frotarnos unos contra otros y sucumbir a los abrazos y besos de una borrachera feroz, en la que la verdad última es siempre una confesión de amor.
Los pobres educamos a nuestros hijos en la honradez de la pobreza, en las escuelas de pobres, donde los maestros de pobres no tienen diecisiete títulos colgados en las paredes, y les enseñamos a respetar a los ricos, a votarlos, a comprar las revistas en las que salen fotos de ricos, a creer en las promesas vacías de los políticos de los ricos, solamente porque normalmente son los ricos los que nos dan trabajo.
III. Tempestades y cosechas
Los ricos, a pesar de lo perverso de su siembra, cosechan más riqueza. Y como si fuera poco, los brotes reverdecidos de su riqueza producen algunos frutos extra: impunidad ante la justicia, privilegios varios ante las administraciones públicas, en el acceso a la salud y en las colas de los aeropuertos.
Los ricos no pueden confiar en nadie, porque nunca sabrán si son queridos por sus méritos o por su riqueza. Cosechan desconfianza entre ellos, una vida entregada a proteger el dinero que no han ganado con sus manos, y una soledad dorada, un desacuerdo íntimo dentro del cual la verdad final es inmensamente cruel: mueren sin saber quién los quiso de verdad.
Los pobres, a pesar de lo cándido de nuestra siembra, de la honestidad con la que vivimos nuestras vidas de pobres, cosechamos el maltrato sistemático de los poderosos, el ninguneo organizado de las administraciones públicas y un expolio constante de nuestros impuestos, que no son otra cosa que una colecta que hacemos los pobres para intentar vivir todos un poco mejor, y cometemos, una y otra vez, el error de dársela a los ricos para que la administren, empeñándonos en creer que su riqueza garantiza su honradez.
Pero los pobres cosechamos también, a lo largo de nuestras vidas de pobre, el amor desordenado de nuestra familia y nuestros amigos, el sabor dulce que deja en la boca el ayudarse unos a otros, la conciencia tranquila, al morir en paz, de haber trabajado una vida entera para dar pan y amor a nuestros hijos, y la certeza infalible de la correspondencia del amor de todos a quienes hemos amado, o casi todos.
IV. Siembra vientos…
Así, mientras veo desde mi ventana cómo el mundo se despedaza tras las montañas, puedo girar mi silla hacia adentro de mi casa, y escuchar atentamente cómo mis hijos pelean a gritos por unos centímetros de sofá, y cómo a los pocos minutos se abrazan enternecidos, y se quieren como niños.
Por eso, cuando me pregunto qué clase de mundo vamos a dejarles, me tranquiliza saber que los pobres somos más, y al final, a la hora de echar cuentas, siempre, indefectiblemente y con justicia poética, uno cosecha lo que siembra.
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