Una de las pocas cosas que no me gustan de la Argentina, es que es un país sin leyendas. Tiene un espléndido imaginario de mitos nacionales – desde Perón al Che Guevara, pasando por Maradona, Patoruzú y Super Hijitus -, y un orgullo nacional único se distribuye por igual entre sus habitantes, pero carece de leyendas épicas. Seguramente muchos pensarán que se debe a que su historia es joven. Yo creo que eso es falso. Simplemente su verdadera historia fue aniquilada durante la conquista, pero eso es tema de otro artículo.
El asunto es que, desde el punto de vista de la civilización occidental, que mal que nos pese es, a esta altura, la nuestra, la Argentina es un país joven, y por lo tanto no tiene tradiciones milenarias, ni héroes medievales, ni princesas atrapadas en castillos, ni rancios linajes de reyes anacrónicos. No se narra la historia de cómo Sir Moncho Perales derrotó a una vaca de tres toneladas de peso, rescatando a diecisiete gauchos y chinas aterrados, para luego carnearla con sus propias manos, valiéndose sólo de su facón de doble filo, y asarla con el fuego de sus ojos, repartiendo tres mil kilogramos de tira de asado entre la población local, ni la tradición milenaria de ejércitos feudales jugándose el honor en encarnizados torneos de pato. Nuestra épica más antigua se remite a Martín Fierro, Juan Moreira, Facundo Quiroga, El Chacho Peñaloza y Vicente López y Planes. El resto de las cosas las solucionamos con un asado, ensalada y un torneo de truco previo al partidito de solteros contra casados.
Cuando llegué a España me encontré con una cultura repleta de leyendas, mitos y tradiciones, y aunque me pone de mal humor el acuerdo tácito entre la mayoría de la población y el estado, que no permite discutir ninguna cosa que se haga así desde hace más de doscientos años (esto ha sido así, “de toda la vida”), es cierto que esa riqueza tiene una amplia galería de personajes, héroes olvidados, gestas épicas y sueños al alcance de la mano. Y aunque en muchas de estas tradiciones se puede palpar la mano oscura y manipuladora de masas de la Santa Madre Iglesia Católica Apostólica y Romana, lo cierto es que son pintorescas, alegres, muchas de ellas divertidas y algo salvajes otras, como la de lanzar una cabra viva desde lo alto de un campanario en el pueblo zamorano de Maganenses de la Polverosa, con motivo de las fiestas patronales en honor a San Vicente.
Una de las leyendas que, cuando vives en Barcelona, escuchas durante el primer año, es la de Sant Jordi. Para quienes no la conocen, me tomaré el atrevimiento de hacer un pequeño resumen. Parece ser que Sant Jordi (también conocido como San Jorge en círculos íntimos) era un Caballero Cruzado – quizás de los caballeros a los que menos simpatía les tengo, encargados de expandir la Fe Única a base de sangre, fuego y muerte –, que regresaba del frente de batalla. En su periplo, fue a dar a un reino acosado por un Dragón malvado, que como precio por no destruir completamente la ciudad y a todos sus habitantes, exigía la vida de la joven y bella princesa. El Rey, deshecho en lágrimas, antepuso la vida de sus súbditos a la de su hija – lo que nos alerta de que esto es nada más que una leyenda, porque los reyes suelen ser vanidosos y egoístas, y la mayoría de las veces cederían cien millones de vidas plebeyas antes que una vida noble -, y entregó a su hija, quien, además, en un acto de generosidad sin par, estuvo de acuerdo con la difícil decisión. Sant Jordi, al enterarse de semejante tropelía, galopa raudo y veloz, guarnecido por su bruñida armadura, su afilada espada y su cruz roja, a enfrentarse con la bestia. Afortunadamente, encuentra al Dragón justo antes de que éste pueda devorar a la princesa, y tiene lugar un combate épico y brutal, en el que, a punto de ser devorado, con el último aliento, Sant Jordi tiene la valentía y la fortuna de clavar su espada en el negro corazón del monstruo. Sobre el cadáver enorme y humeante, la princesa, agradecida, ofrece entre lágrimas su reino, su vida y su amor al valiente Caballero. Quiso la fortuna que una de las lágrimas de la bella fuese a caer sobre la sangre del Dragón, y la mezcla de ambas produjo, por arte de magia, la rosa más bella que se había visto jamás. Sant Jordi tomó la rosa, y la ofreció a la princesa, junto con su renuncia de Caballero a una vida en común, rechazando así su amor y su reino, y después de dejarla junto al Rey, partió, solitario, sin detenerse a disfrutar ninguna recompensa.
Esta leyenda dio lugar a una tradición catalana. Todos los 23 de abril, día de Sant Jordi, los hombres regalan a las mujeres una rosa, y ellas regalan a ellos un libro. Esta tradición resulta curiosa, porque la rosa en cuestión fue símbolo de un amor no correspondido, y el libro de la sabiduría y la fuerza de un hombre que abandonó a su dama. Ahora bien, el paso del tiempo y el cambio de criterios sobre la igualdad de género decidió que, además, era una tradición machista, y que había que regalar un libro a las mujeres también. Por esta razón, a día de hoy, las mujeres reciben una rosa y un libro, y los hombres solamente un libro.
Como no podía ser de otra manera, la tradición incorporó también a los escritores. Por eso, durante este día, por toda Barcelona hay autores firmando sus libros. En centros comerciales, en librerías, en puestitos en la calle. Por todas partes. La ciudad se llena de rosas y de libros. Es un día de fiesta, todo el mundo sale, y se respira un aire de flores frescas, tinta y papel.
Desde hace más de diez años, viviendo en esta ciudad, camino sus calles el 23 de abril, viviendo en carne propia el ambiente literario, casi fabuloso, respirando sus miles y miles de páginas, trajinando sus pétalos abiertos, sus esquinas características, sus monumentos milenarios, y soñando en secreto con ser un día parte de la fiesta, con tener mi mesita, mi puestito, mis libros y mi público, con dibujar mi firma con tinta de sangre de Dragón en muchas primeras páginas.
Por primera vez, este año, mi épica personal encontrará campo de batalla. Es cierto que mis libros son autopublicados, sí. Es cierto que los firmaré en una mesa hecha de dos caballetes y una tabla, en el quiosco librería de mi pueblo, sí. Pero no es menos cierto que el esfuerzo y el amor que se necesitan para escribir un libro son los mismos si se trata de un best-seller que si se trata de un autor independiente. No es menos cierto que muchos de los grandes empezaron así.
Por eso esta noche pienso recuperar una de las bellas tradiciones de los Caballeros: la de velar las armas. Pienso afilar mi pluma, inventariar mis libros, disponerlos en un orden ficticio, ofrecerlos a mi dios insomne, que en vísperas de cualquier evento importante de mi vida, aparece para cobrarse el tributo de mi sueño, y representar mañana con gallardía y orgullo mi papel de escritor. No importa si firmo un libro o si firmo cien. No importa si llueve y truena y paso el día contemplando la tormenta bajo un alero con goteras, secando de las portadas de mis libros las gotas ocasionales.
Lo que importa es la épica. Lo que verdaderamente importa es marcar con un puntito rojo mi calendario de batallas ganadas, ofrecer a mis vecinos y amigos la ofrenda sin rosa de mi sangre, y poder recordar para siempre cómo empezó todo – termine como termine -, mi primera novela, mi primer Sant Jordi y mi guerra personal: ser un escritor.
Silencio, por favor. Estoy velando mis armas.
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