Cuando yo era niño, el mundo era un lugar mucho más pedestre. La mitad de las cosas que son imprescindibles para la vida hoy aún no se habían inventado, o estaban a medio hacer. El teléfono era un aparato de cuatrocientos cincuenta centímetros cúbicos, atrapado de forma permanente a una pared mediante un cable que siempre se enredaba, había tres marcas de leche y no era posible estar informado sin leer los diarios.
Como la televisión, tímido operador de cinco frecuencias de aire y cero de cable, apenas pasaba dibujos animados un par de horas diarias, distribuidas entre la mañana y la tarde, los niños no teníamos más remedio que jugar. Y jugando y jugando teníamos pifias, aciertos, disputas y enfrentamientos. Una de las situaciones más difíciles a solventar era formar dos equipos para cualquier cosa. Se tratase de fútbol, buenos días, Su Señoría o monta cachurra, la burra, la monto yo! Daba igual, la selección de los miembros de cada bando tenía que pasar por un proceso transparente, que garantizase la equidad en el potencial teórico, al menos a priori, de ambos combinados.
El proceso habitual, al menos en Argentina, se llamaba Pan, Queso. Nunca jamás escuché a nadie explicar las reglas del Pan, Queso, ni nadie me las explicó a mí. Era una ley indiscutible, que todo el mundo, sencillamente, no podía desconocer. Consistía en nombrar dos capitanes/líderes/representantes o lo que fuera, que se ponían a una distancia prudencial uno del otro, mirándose a los ojos con desafío, aguerridos, valientes, gallardos. El primero de ellos daba un paso hacia el otro, pero no cualquier paso. Ponía un pie a continuación del otro, sin ninguna separación, en línea recta hacia su rival, diciendo en voz alta, clara y viril: “Pan”. El Capitán adversario, sin dejarse intimidar, hacía a continuación un movimiento igual y contrario, enunciando con voz de batalla la fórmula ritual: “Queso”. La operación se repetía, acercándose a una velocidad directamente proporcional al largo de los pies, hasta que, inevitablemente, uno pisaba al otro. Eso daba derecho a elegir primero. A continuación, por turnos, cada uno de los capitanes iba eligiendo jugadores para su bando, hasta que quedaban solamente los que usaban gafas, eran gordos o corríamos con los pies cruzados, como yo, que siempre era elegido anteúltimo o último, dependiendo de qué tan amigo fuese de uno de los dos capitanes. La igualdad de los equipos estaba garantizada.
En esa misma época, el traspaso de Diego Armando Maradona al FC Barcelona, por la delirante suma de ocho millones de dólares era un disparate que recorría el mundo.
Treinta años después, quiere el destino que el FC Barcelona y el Real Madrid, quizás los dos clubes de fútbol más poderosos del mundo, con presupuestos anuales que superan los cuatrocientos millones de euros – cada uno -, y empleados con sueldos de siete y hasta ocho dígitos, hayan tenido que medirse hasta en cuatro oportunidades en el plazo de un mes. Estos superhombres mediáticos, paladines de los buenos valores del deporte y la honestidad, y ejemplo inevitable para nuestros niños, son también, en muchos casos, el espejo en el que se mira buena parte de la sociedad civil.
Ganan las fortunas indecentes que ganan, y tienen los privilegios indecentes que tienen, porque los hombres y mujeres comunes de nuestro tiempo les profesan una devoción absoluta, que va mucho más allá de lo razonable. Ya no admiramos deportistas, ya no esperamos a que uno de ellos se retire para transformarlo en leyenda, sino que los consumimos vivos, los elevamos a una subcategoría de dioses semi adolescentes y los catapultamos a una fama insoportable, y luego los destruimos y descartamos con la misma facilidad.
El Real Madrid pagó noventa y seis millones de euros por el traspaso de Cristiano Ronaldo, y el escándalo fue mucho menor al del traspaso de Maradona. En rigor de verdad, buena parte de la prensa deportiva justificó la obscenidad del traspaso, así como justifican día a día los sueldos millonarios que pagan los clubes, hundiéndose más y más en deudas impagables.
Y a pesar de todo esto, estos señores, que debajo de sus musculaturas y sus camisetas de colores son personas de carne y hueso, se dan el lujo de protagonizar la trifulca más desagradable que he visto en mi vida, enterrando y defenestrando el fútbol, la deportividad, la caballerosidad, la verdad y la dignidad.
Estamos asistiendo, estupefactos, a una guerra propia de la prensa rosa entre tipos que tienen una responsabilidad con la sociedad civil: la de dar el ejemplo, y la de responder por sus privilegios y sus sueldos millonarios.
Yo soy un gran aficionado al fútbol, lo vivo con mucha pasión, pero en este caso me da igual quién gane y quién pierda. Me da igual si fue amarilla, roja, naranja, fuera de juego o dentro del campo. No me importa la posteridad, la historia ni las tapas de los diarios de mañana. Simplemente me horroriza que veintidós malcriados acostumbrados a todo lo mejor, para ejemplo de mil millones de personas que los ven en directo por televisión, destruyan los valores nobles del deporte, cosiéndose a patadas como si estuvieran en la guerra, negándose el saludo, pegándose en el entretiempo, reaccionando como niños malcriados, mintiendo y rechazando sus responsabilidades.
Y como si no fuese suficiente, la prensa, en vez de volver a llevar las cosas a su cauce, los azuza como a gallos de pelea, le cuentan a uno lo que dijo el otro, los provocan, los ensalzan, justifican sus mentiras, desmienten sus pocas verdades, manipulan imágenes, declaraciones y la realidad, cargándose también de un plumazo todos los valores nobles del oficio de periodista.
Y sobre todos ellos, los dos entrenadores peleando en público como protagonistas de un culebrón, llorando para las cámaras y perpetrando la payasada y la fantochada. Señores que ganan diez millones de euros al año, sea cual sea su color, no se pueden permitir semejante vergüenza.
Y al final estamos nosotros, la sociedad civil, que en lugar de morirnos de asco, apagar los televisores, dejar de comprar los diarios y volver a nuestras vidas normales, nos ponemos apasionadamente a favor de unos y en contra de otros, discutimos con nuestros amigos, nos peleamos a gritos en los bares y compramos, una a una, todas las distintas formas en que nos quieran vender la vergüenza más grande de la historia del fútbol.
Yo creo que es un punto límite. Todos los actores involucrados deberían entonar un mea culpa y reflexionar.
Los técnicos y jugadores, mercenarios a sueldo de la industria del embrutecimiento, deberían sentir vergüenza de envilecer los valores del deporte frente a una sociedad que los admira, los encumbra y los protege.
Los periodistas deberían avergonzarse de haber renunciado definitivamente a la verdad, actuando como anticelestinas, malmetiendo, provocando y mintiendo descaradamente con el único objetivo de aumentar las ventas.
La televisión en su conjunto, sentada sobre su montaña de millones, debería replantearse ser el instrumento mundial de la corrupción en el deporte.
Y por último nosotros, los espectadores de a pie, que somos los responsables últimos, al ser quienes verdaderamente pagamos todo el show, deberíamos avergonzarnos de repetir como macacos amaestrados la sarta mitológica de mentiras, de defender lo indefendible solamente porque admiramos a quien lo dice, apagar el televisor y salir a la calle, buscar a alguien del equipo contrario y resolverlo, definitivamente, de una vez por todas, jugando al Pan, Queso.
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