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Channel: Reflexiones de un Aprendiz de Brujo
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Sobre el escepticismo, la inocencia y la ilusión

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I. El escepticismo

Asomándome peligrosa y sigilosamente a la cuarentena, estoy cansado ya de escucharme proclamar a los cuatro vientos sospechosas virtudes apergaminadas de intelectual de izquierda, ex-bolchevique derrotado y fundamentalista del materialismo histórico, entre las que figuran – pero sin limitarse a – un ateísmo profundo, convencido e indiscutible, la negación paradigmática de cualquier artificio de sobrenaturalidad, magia, brujería, hechicería y en general cualquier disciplina no basada estrictamente en principios científicos contrastados, escepticismo férreo a prueba de balas, siempre a mano y listo para usarse, una ironía aguda como defensa contra cualquier posible cuestionamiento a mis principios, y unos cuantos más que hasta me da vergüenza enumerar, porque contienen palabras de los años setenta, como imperialismo, capitalismo salvaje y clase obrera.

Crecí y viví aferrado a estas convicciones de hormigón armado. Recuerdo, desde que tengo memoria, oír relatar la anécdota no verificada históricamente acerca de Marx. Cuentan que llevaba a sus hijos a oír misa, no por religioso sino porque era prácticamente la única oportunidad de que escuchasen música en directo. Entonces, un domingo cualquiera, uno de sus hijos, señalando a Jesús crucificado, preguntó a su padre: “¿Quién es, Papá?”. Marx, contrariado por tener que responder a una pregunta directa, y a la vez firme en sus convicciones de no mentir a sus hijos, se pasó lentamente la mano por la barba cana, y respondió: “Es el hijo de un carpintero pobre, que lo mataron los ricos.” Independientemente de la veracidad de la anécdota – sinceramente me preocupa poco -, ésta ilustra perfectamente cómo he vivido la relación con las religiones, y de qué forma siempre es posible encontrar una vía adecuada para racionalizar cualquier experiencia vital, sin importar su naturaleza.

Todavía hoy recuerdo vívidamente una conversación de recreo, durante 1982, año en el que cursaba el tercer grado de la escuela primaria, con mi amigo Martín López, hijo de una familia religiosa y practicante. Él argumentaba la existencia más que probada de su Dios temible y castigador, simplemente como excusa para no sumarse a alguna travesura que yo proponía. Le respondí: “Nada que ver. Si Dios existiera, entonces no habría accidentes de autos, ni guerras, ni robos, ni nada.” Recuerdo, además, claramente, la profunda convicción con que lo dije. Él no supo qué contestar. Esa vez gané la partida.

También recuerdo con amargura el ligero rescoldo de decepción que experimenté la primera vez que reconocí a mi madre debajo del gorro rojo, la barba blanca y la enorme barriga de almohadón de gomaespuma, ensayando unas carcajadas graves y sonoras que no lograban ocultar plenamente el timbre femenino de su voz. Y lo recuerdo vívidamente porque más que una revelación profunda, fue como la confirmación de una sospecha que aún no se había materializado, fue comprender que de alguna forma siempre lo había sabido, y fue decidirme de inmediato por el silencio, para no robarle la ilusión a mis hermanos más pequeños.

A los veinte años, pensaba que estaba todo el pescado vendido. Mi visión del mundo era absolutamente correcta, precisa y fundamentalmente verdadera. La misma certeza acerca de la no existencia de Dios se llevaba por delante cualquier posibilidad de magia en este mundo. La suerte estaba echada, iba a vivir así hasta el fin de mis días, convencido, y convencido de que ese convencimiento era una espada de Damocles, un beneficio impagable en cuanto a lucidez, y un castigo que, al mismo tiempo, me impedía disfrutar plenamente de algunas de las cosas más sencillas y bonitas de la vida.

Diez años después, fui padre.

II. La inocencia

Hace unos cuantos días, descubrí un juego en internet que trata de adivinar personajes. La mecánica es simple: la máquina va haciendo preguntas que el jugador responde con sí o no, y acaba adivinando prácticamente cualquier cosa. Obviamente, a mis hijos les encantó el juego, así que nos pasamos largos ratos en el sofá, iPhone en mano, probando, uno por uno, cientos de Pokémons, casi todos los Gormiti, personajes de Disney, y muchas variantes. En uno de los giros del juego, Pablo eligió como personaje a Melchor, dada la cercanía del gran evento. Comenzamos el juego, yo leyendo en voz alta las preguntas, y él respondiendo. Como se pueden elegir tanto personas como personajes de ficción, una de las preguntas típicas del robot es: “¿Su personaje es real?”. Cuando salió, casi presiono automáticamente el botón de “No”, pero un microsegundo de reflejos me hizo detenerme. Hice la pregunta mirando fijamente a los ojos a mi hijo, y pude identificar, muy en el fondo de su mirada de niño, un destello de luz propia, cuando respondía, haciendo un gesto contundente con ambas manos:

“¡Claro! ¡Qué pregunta!”

Y entonces, una vez más, la número ciento cincuenta mil desde que soy padre, algo volvió a romperse dentro mío: el edificio axiomático sobre el que fabriqué mi persona y mi personaje, rindiéndose nuevamente a la evidencia de la inocencia. En ese momento descubrí varias cosas. Descubrí que me gusta la inocencia de mis hijos, su candidez, la ternura con la que creen en la magia, su sorpresa sincera cuando encuentran las cáscaras de mandarina que dejan los reyes a su paso, la emoción intensa con la que se espera en esta casa la inminente llegada, por primera vez, del Ratoncito Pérez, sus confusiones nebulosas entre lo que ven en los dibujos animados y mi materialismo práctico cuando respondo a sus preguntas fantásticas. Descubrí que disfruto su inocencia muchísimo más de lo que fui capaz de disfrutar la mía propia, a la que decapité sin piedad apenas pude intuir algunos de los males de este mundo. Descubrí que, si existe una razón en esta vida por la que valga la pena alimentar fábulas, contar historias y repetir los cuentos fantásticos que se cuentan desde que el mundo es mundo, esa razón es única y es la mirada de mis hijos, es la pureza que soy capaz de respirar cuando ellos creen en la magia, es un temblor debajo de la piel, una picazón intensa en la nariz porque no quiero llorar, una manito de dedos transpirados y uñas sucias.

Descubrí que la inocencia es un momento de la vida mágico en sí mismo, y que tenemos el deber de preservarla, de alargarla todo lo posible y protegerla.

Descubrí que inocencia es sinónimo de maravilla.

III. La ilusión

Y la inocencia, como diría el maestro Yoda, conduce a la ilusión. Cuando puedo palpar la intensidad de la ilusión que mis hijos son capaces de vivir, me siento un discapacitado emocional. Es hablar de los reyes magos, del Ratón Pérez, de su próximo cumpleaños, de la inminente visita de sus abuelos, o simplemente de jugar en familia una partida de Uno, y entonces la piel de sus caritas se enciende, los ojos resplandecen y se les dibuja una sonrisa que es mucho más que auténtica: es inevitable, poderosa y total. Es una sonrisa como los adultos ya no somos capaces de sonreír, una sonrisa a pesar suyo, mas allá de las ganas de sonreír. Es una sonrisa que lo abarca todo, que invade, que explota en el pecho, que baja barreras, que tiende puentes. Y sobre todo, es una sonrisa sincera, que comparte y que habla de amor.

Y es entonces cuando no puedo evitar preguntarme el sentido de luchar toda una vida para volver a obtener lo que de niño tenías tan fácilmente: ilusión y amor. No se consiguen con introspección, ni con materialismo dialéctico. Ni siquiera con sicoanálisis, ni con dinero. Solamente se experimenta ilusión y amor cuando dos seres humanos se encuentran, mas allá de la razón, por debajo de la piel. Entonces se respiran, se disfrutan, se saben incondicionales, aunque sea por un momento, y la ilusión traspasa la piel, exuda, supura, se adueña de todo y es tan grande que te lleva por delante. No hace falta saberlo, se siente, te atropella y te estampa contra la pared del salón.

Y al final, lo que quería decir, es que al reconocer por enésima vez la ilusión que mis hijos desparraman por la casa, descubrí el placer de claudicar sin vergüenza, de poner la rodilla en tierra con naturalidad, de derribar una convicción absoluta con alegría y con un calorcito en el pecho: Sí que existe magia en mi mundo. Y puedo tocarla con las manos y probar un pedacito, solamente cuando soy capaz de compartir la ilusión de mis hijos.


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