Tenía varias ideas jugosas, sexies, de ésas que empalagan el paladar, sabrosas, de las que te hacen disfrutar a priori, antes de ejecutarlas, para escribir varios posts sobre temas diferentes, y sin embargo esta mañana, que con su gris plomo amenaza ensombrecer mi ánimo, parecen haberse disipado lentamente, tras un halo de volutas sin perfumar, demostrando que el alma de las ideas no tiene olor ni sabor, que es una esencia pura de algo que muchas veces, lejos de alcanzar atrapar, no llegamos ni siquiera a descifrar.
Tenía la propiedad indiscutible de mis silencios, uno tras otro, encadenados, fabricados sin esfuerzo, por mí y para mí, cada vez que necesitaba pensar, dolerme, regocijarme o simplemente escuchar los secretos susurrados del viento. Ahora se los alquilo a mis hijos, con trabajo, pagando una altísima tasa de puertas cerradas y reprimendas con el dedo índice en alto, para convocar un silencio artificial que, pobrecitos, no saben ni quieren ni pueden mantener.
Tenía una cintura menos redonda, de peor diámetro de la que tengo ahora, y más fuerza en las piernas y en los brazos. Tenía los bíceps femorales y los abductores a tono de tanto bailar, moldeados por el tango que solía dibujar con pasos seguros en las noches de los miércoles en La Viruta, y por las sacudidas coordinadas a ritmo de músicas diversas. Tenía ganas de fiesta. Ahora la música está desde otro lado. Mis ganas de fiesta se transformaron en ganas de encuentro. Más tranquilo todo.
Tenía seis tazones de cerámica avejentados, estampados con publicidades de sopa de los años sesenta. Eran cálidos, ásperos al tacto, y del tamaño justo para una sopa invernal de esas que calientan la nariz. Me gustaba sostenerlos con las dos manos, y poner la nariz cerquita, para que la columna de vapor de caldo me reconfortase de los resfriados con un rescoldo de verduras ligeramente saladas. Me gustaba sentir en el pecho el calor, casi al límite del dolor, que proporciona a lo largo del esófago una sopa bien caliente.
Tenía tres estantes con ciento diez discos compactos, en orden casi demente por el apellido de su autor. Me molestaba que los cambiasen de lugar. Me volvía loco si alguien guardaba un disco en la caja de otro. Llegaba a casa de trabajar, muchas veces pasadas las once de la noche, y me servía un centímetro de whisky con cola, mientras escuchaba música durante quince o veinte minutos, al amparo gélido del humo azulado por la iluminación dicroica de un cigarro póstumo, antes de irme a dormir el sueño pesado de los solteros.
Tenía un Fiat Spazio blanco, al que, todas las mañanas, echaba agua del grifo en la batería, porque de lo contrario no arrancaba. Sus cuatro ruedas podridas fueron testigos giratorios de viajes, de encuentros, de amores y de despedidas.
Tenía una máquina de escribir eléctrica de impacto, roja, hábilmente sustraída a mi padre, en la que solía empezar a escribir grandes novelas. Sospecho que a veces – solamente a veces – escribía simplemente por el placer del tacto de las teclas plásticas en las yemas de mis dedos, por el sonido dopante del tac tac tac contra el tambor, por la magia renovada una y otra vez del cartoncito de liquid paper1 sólido que utilizaba para repasar las letras erradas, que desaparecían sin más misterio que una herida color hueso sobre el papel.
Tenía una perra negra, toda dulzura, hocico húmedo y cola agitada, que murió con ojos tristes, y tuvo el entierro que se merecía.
Tenía un disfraz de Che Guevara, compuesto de chaqueta militar, pantalones de fajina y boina negra de medio lado, cuidadosamente complementado con hebras de tabaco rubio para armar, humedecido con una rodaja de papa cruda, borceguíes negros visiblemente perjudicados y un morral en bandolera.
Tenía también cuatro chambergos2 de ala baja, en gris, negro, marrón y gris de nuevo, con sus cintas de raso y una estudiada colección de gestos oculares para insinuar bajo la frontera cercana que marcaba el ala, donde el humo del cigarro permanente colgando de los labios encontraba un techo fugaz antes de perderse en los cielos de todo un año bonaerense, incluyendo veranos tórridos con el cuero cabelludo transpirado e inviernos duros habitados por lluvias de gotas gordas.
Tenía una colección de ceniceros robados, cada uno de ellos con una historia que contar, cada uno con las cicatrices de cientos, si no miles de colillas aplastadas en sus cuerpos de vidrio, cerámica o madera. Y uno de todos preferido: el que había sido de mi abuelo.
Tenía una máquina de hacer sánguches calientes, en la que los preparaba para todos mis amigos los domingos por la tarde, para espantar la resaca de alcohol y fiesta mientras esperábamos que el once inicial de Boca asomase por el túnel del vestuario. Me gustaba prepararlos con jamón, queso fundido y un huevo frito dentro.
Tenía – y afortunadamente conservo – una veintena de cuadernos llenos de letras apretadas, inclinadas, a veces ilegibles, que narran ilusiones y tristezas, penurias, adioses, encuentros y amores. Los más antiguos son los típicos espiralados de estudiante, tapa blanda. Los diez o doce últimos son todos marca Meridiano, todos iguales, y se pueden guardar en una estantería. La mayoría de las páginas están escritas en tinta negra. El resto en tinta violeta.
Tenía un walkman plateado, enorme, al que las pilas le duraban lo justo para escuchar cinco casettes, pero era Sony.
Tenía una bicicleta azul, un par de walkie talkies con código morse, un cubo de miki moco y el álbum de figuritas de Titanes en el Ring, completo. Tenía una lata de Nesquik de medio llena de bolitas, un yo-yo bronko y la pelota armariola.
Tenía un caballito blanco, de plástico, del tamaño de un encendedor, hábilmente montado por un zorro estático e inmóvil, repleto de rebarbas que se confundían con su espada envainada, alterado por un viento petrificado permanente, ordenada al origen de mis fantasías.
Tenía un amigo invisible, al que relataba mis penas de niño mientras acariciaba a mi otra perra, la que era blanca con manchas marrones.
Tenía pañales de tela, y un andar torpe e inseguro.
Y tengo aún, aquí y ahora, vivos los olores, los sabores, el tacto, la emoción de cada una de esas cosas, y más. Tengo la nostalgia a flor de piel, como me pasa en cada comienzo de año, y ganas de abrazar a muchas personas que están lejos. Tengo, por suerte, una historia que atesorar, una mujer que abrazar y dos hijos que me curan la nostalgia a golpe de besos y de abrazos.
Y tengo un par de ideas para nuevos posts, pero ya los escribiré otro día.
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